miércoles, 25 de julio de 2012

Quédate afuera un rato

Era una mañana típica en la vida de don Pedro, olor a pan tostado y ayuno inundaba la casa de un piso, dos habitaciones, un baño y el pequeño antejardín. Era un hogar simple, simple como su dueño. Don Pedro vivía ahí desde antes de nacer, su esencia prevalecía desde antes en la construcción. Era como si el nacimiento de don Pedro fuera sólo la materialización en carne de lo que representaba esa casa, él siempre estuvo ahí. Se ubicaba en una esquina de algún barrio perdido en la nueva urbanidad de una ciudad en crecimiento juvenil. Después de desayunar, don Pedro se dispuso a salir por su paseo matutino. Iba siempre por la misma ruta, tanto que ya se la sabía de memoria, pues llevaba no menos de treinta años que hacía lo mismo, caminaba por la pequeña arboleda, pasaba a la panadería y saludaba, luego al minimarket y saludaba. Proseguía a la vieja zapatería y saludaba, siempre saludaba. Luego del paseo, se encerraba en su biblioteca personal y ya a esas alturas era imposible conseguir su atención, despúes caminaba gentilmente al parque y se sentaba en el banquillo de siempre, al lado del árbol de siempre.
 Ya estaba abriendo la puerta para cuando una mujer le llamó a la casa y le pidió que le esperara a la vuelta de su paseo fuera de la casita. Don Pedro se quedó con las palabras en la mente: "espérame afuera". Manteniendo el la cabeza aquel pedido, emprendió su caminata. Pasó por la arboleda, saludó al panadero, compró un jugo en el minimarket, preguntó si sus zapatos aún no estaban listos y finalmente volvió a la esquina de la casa. Se quedó parado ahí, esperando pacientemente. Él no se había olvidado.
 Pasó media hora, una hora, dos horas, tres horas y antes de la cuarta se apareció una mujer medianamente joven, con rostro de apuro, un bolso y el celular en la mano, se le acercó a don Pedro y le dijo: Disculpa viejo, es que me dormí en la micro y me atrasé. ¿Quién es usted? Respondió don Pedro. Soy la María, le dije que me esperara afuera en la mañana, que tenía que conversarle algo importante. Yo no le conosco. El asombro de la mujer se apoderó de su rostro al oír aquella respuesta, pero pronto se recuperó y le dijo: Bueno, si se le pasa, voy a estar adentro. Sacó las llaves y entró en la casa, en la de don Pedro.
 En cuanto respecta al viejo, para cuando llegó la noche seguía parado parado en la esquina, y ahí estaba al día siguiente, y el siguiente a ese, siguió en la esquia cuando los días se volvieron semanas, las semanas en meses y los meses en años. Aún así, la mujer iba todos los días a ver a don Pedro, le daba desayuno, almuerzo y once, conversaba con él y compartían en compañía.
 Don Pedro había dejado de dar paseos en las mañanas o encerrarse en su biblioteca, ahora sólo esperaba.
 Pronto los tiempos volaron y el viejo nunca se movió, le decía a la mujer que le acompañaba que estaba esperando a alguien, y que le esperaba desde que terminó su paseo en la mañana. Él iba a seguir espeando.

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