martes, 31 de julio de 2012

El trabajo, mi consuelo


“Tenía que bajar a la última tumba que había cerrado, pues se me había quedado el anillo del abuelo ahí dentro y una reliquia familiar es... eso, una reliquia familiar. Me dispuse a abrir la cripta donde había estado ayer a esta misma hora, el mismo ocaso. Pero no importa que oscurezca, pues mi turno nunca termina. Era un mausoleo realmente hermoso, amistoso a la vista de las ánimas e imponente para los otros. Adentro había a lo menos quince espacios para los entierros, hasta ahora, todos ocupados, diez en la superficie, cinco en el subterráneo. Desde la reja, los ángeles fúnebres me observaban con clemencia. Ellos también cuidaban ese lugar, nunca se movían ni nuca alivianaban su expresión, que día a día clavaban en mis hombros cansados. Les di la espalda y sentí como me juzgaban, en silencio, solo silencio.
  
Bajé con cuidado por la escalerilla que daba al subterráneo y respetuosamente me abrí paso en la oscuridad con mi pequeña linterna, pues no quería asustarlos en su morada. Conté desde las escaleras, uno; dos; tres…. ¡Cinco! Ese era el mio. Avancé con pala en mano y cuidadosamente extraje la tapa del quinto espacio de la parte inferior de la  pared del costado derecho  para arrastrar el cofre hasta la mitad del lugar, me asomé por la abertura del quinto espacio y apunté con la linterna, pero sólo había polvo de muertitos. Miré nuevamente extrañado, juraría que el anillo se me había quedado ahí. Pronto una ocurrencia, me acerque al ataúd y le saqué la tapa con sumo cuidado, exponiendo el cadáver a  la tenue luz de mi linterna le examiné meticulosamente… Y precisamente en el cuarto dedo de la mano izquierda estaba el anillo, reluciente en el dedo del muerto. Lo miré por un rato, y luego me acerqué para sacárselo, pero algo me detuvo. Retrocedí la mano, tapé el ataúd, le puse en su lugar y lo sellé, ahora, para siempre.  Saqué mis escasos bártulos y subí.
Me quedé mirando un rato a través de la reja cuando sentí que una huesuda mano se posaba en mi hombro. Era la mano del dos, se le había caído la tapa ayer y se me había olvidado repararla. Sentí el consuelo.
De todas formas, a él le quedaba mejor.”

Ilustraciones por Fiorella "Fioarti" Severino
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miércoles, 25 de julio de 2012

Quédate afuera un rato

Era una mañana típica en la vida de don Pedro, olor a pan tostado y ayuno inundaba la casa de un piso, dos habitaciones, un baño y el pequeño antejardín. Era un hogar simple, simple como su dueño. Don Pedro vivía ahí desde antes de nacer, su esencia prevalecía desde antes en la construcción. Era como si el nacimiento de don Pedro fuera sólo la materialización en carne de lo que representaba esa casa, él siempre estuvo ahí. Se ubicaba en una esquina de algún barrio perdido en la nueva urbanidad de una ciudad en crecimiento juvenil. Después de desayunar, don Pedro se dispuso a salir por su paseo matutino. Iba siempre por la misma ruta, tanto que ya se la sabía de memoria, pues llevaba no menos de treinta años que hacía lo mismo, caminaba por la pequeña arboleda, pasaba a la panadería y saludaba, luego al minimarket y saludaba. Proseguía a la vieja zapatería y saludaba, siempre saludaba. Luego del paseo, se encerraba en su biblioteca personal y ya a esas alturas era imposible conseguir su atención, despúes caminaba gentilmente al parque y se sentaba en el banquillo de siempre, al lado del árbol de siempre.
 Ya estaba abriendo la puerta para cuando una mujer le llamó a la casa y le pidió que le esperara a la vuelta de su paseo fuera de la casita. Don Pedro se quedó con las palabras en la mente: "espérame afuera". Manteniendo el la cabeza aquel pedido, emprendió su caminata. Pasó por la arboleda, saludó al panadero, compró un jugo en el minimarket, preguntó si sus zapatos aún no estaban listos y finalmente volvió a la esquina de la casa. Se quedó parado ahí, esperando pacientemente. Él no se había olvidado.
 Pasó media hora, una hora, dos horas, tres horas y antes de la cuarta se apareció una mujer medianamente joven, con rostro de apuro, un bolso y el celular en la mano, se le acercó a don Pedro y le dijo: Disculpa viejo, es que me dormí en la micro y me atrasé. ¿Quién es usted? Respondió don Pedro. Soy la María, le dije que me esperara afuera en la mañana, que tenía que conversarle algo importante. Yo no le conosco. El asombro de la mujer se apoderó de su rostro al oír aquella respuesta, pero pronto se recuperó y le dijo: Bueno, si se le pasa, voy a estar adentro. Sacó las llaves y entró en la casa, en la de don Pedro.
 En cuanto respecta al viejo, para cuando llegó la noche seguía parado parado en la esquina, y ahí estaba al día siguiente, y el siguiente a ese, siguió en la esquia cuando los días se volvieron semanas, las semanas en meses y los meses en años. Aún así, la mujer iba todos los días a ver a don Pedro, le daba desayuno, almuerzo y once, conversaba con él y compartían en compañía.
 Don Pedro había dejado de dar paseos en las mañanas o encerrarse en su biblioteca, ahora sólo esperaba.
 Pronto los tiempos volaron y el viejo nunca se movió, le decía a la mujer que le acompañaba que estaba esperando a alguien, y que le esperaba desde que terminó su paseo en la mañana. Él iba a seguir espeando.

sábado, 14 de julio de 2012

Diálogos

I

-Déjame
-No.
-Que me dejes
-No.
-Aléjate de mí
-No.
-¿Por favor?
-No.
-¿Y si es que te  digo que te odio?
-No me importa
-¿Que cada fibra de tu ser me produce tal síndrome de repulsión que ni aguanto el olor a podredumbre que emana tu desgracia?
-¿Y?
-Pues lo hago
-¿Qué cosa?
-Odiarte
-Ahh... bueno
-Déjame
-No.
-¿Acaso no entiendes que la oxidación del pobre emplumado es inevitable ante los ojos de Dios?
- Ajá
-Entonces, déjame… Que soy malo!
-No importa
-Puerco insulso, déjame
-Que no.
-Pero... ¿Por qué?
-Porque me prometí a mi mismo que para cuando volviera, el pasto habría crecido.

lunes, 9 de julio de 2012

Canto entre zebras

Siento el ardor en el pecho nuevamente.
El pinzón que mató al parásito
es ahora el que bebe la sangre desparramada.
Urde su pico entre la fibra
para romper las venas expuestas, hinchadas.
No le importa que duela,
él no siente nada.

Cuando el viento habla de nuevo
se lleva al pájaro traicionero.
Y se posa en corazones ajenos,
desparasitándo veneno.

Y aquí estoy,
sangro otra vez
la sangre se desperdicia
y acumula dentro del pecho,
se pudre y espeza.

Y aquí estoy
llamando al pinzón traicionero,
lo diviso a lo lejos
entre pelaje humano.
Y me río de lo que tengo,
de las enfermedades que trajo,
porque antes era un alma pura, blanca
y ahora habita un cuerpo de sangre fría,
coagulada.





martes, 3 de julio de 2012

Sueño visceral


Dame de comer,
nutre mi ser,
pero ten cuidado,
ya no me gusta la carne podrida.
Deja la leche,
alimento de infancia.
Deja el potaje,
alimento de paraje.
Deja la verdura,
alimento de cordura.
Deshazte de las moscas en las roscas,
de las larvas en la olla,
la enfermedad me debilita
pero es el alimento del alma.

Y de nuevo
dame de comer
menjunje de entrañas.
Lo vomitaré y recrearé el universo.
Mi universo.
Y de nuevo
dame de comer
carne con sabor a muerto,
se volverá de mis venas
y moriré entre carroña-
Pero descuida,
se me va a pasar.
Porque la luna aún no mengua.
Porque los monos no aúllan.
Porque entre las cenizas,
los gusanos emplumados duermen.
Duermen y se ríen entre pelusas.
Se ríen de mi.
Se ríen de ti.
Se ríen de todo.

Pero no importa.
Mejor así
que si ellos no ríen, la fruta se va a podrir.
Y si se pudre,
me voy a ir.
Sin respirar,
sin aliento,
voy a desaparecer tras un hueso de perro.